viernes, 13 de abril de 2012


           De la España invertebrada

No he de callar por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.

¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

                                              Francisco de Quevedo


Es una evidencia axiomática que todo sistema organizado (sea o no de naturaleza política) susceptible de ser estudiado genera dos tipos de fuerzas contrarias: las centrípetas, que tienden a fortalecerlo, y las centrífugas, que pugnan por desbaratarlo. Se trata de una cuestión de equilibrio interno, cuyo dinamismo es inseparable del movimiento propio de una realidad espacio-temporal inestable, ya que la estabilidad supone la muerte teórica y práctica de cualquier sistema observable. En estos procesos dinámicos que van asociados a todos los sistemas hay un factor de destrucción interno que se llama entropía y que, en virtud de la Segunda Ley de la Termodinámica, tiende al infinito. En virtud de esta ley, podemos afirmar que, con el concurso del tiempo, todos los sistemas tienden a degradarse.



Dicho lo que antecede, y desde estas premisas científicas, podemos afirmar que los cambios sociales o políticos son sostenibles siempre que los procesos destructivos (internos o externos) no alcancen un determinado nivel de irreversibilidad, ya que traspasado ese umbral crítico, la propia dinámica desencadenada provocará un “efecto dominó”, es decir, la destrucción de todo el sistema, que, minado por su base, propiciará el derrumbe del orden que lo mantiene, que, en nuestro caso, se trata de la estructura social y política en su conjunto: de la la nación española, hablando en plata.

Como en este universo nuestro todo tiende al caos, para que se dé el siempre renovado milagro de su sostenimiento (en cualesquiera de sus sistemas o subsistemas) es preciso que el peso de nuestras acciones constructivas sea mayor que el de las destructivas, es decir que seamos capaces de fabricar órdenes mayores y más complejos que los que se destruyen. Y para mí tengo que estamos llegando en España a un nivel de irreversibilidad de tal magnitud que racionalmente no cabe concebir ninguna fuerza tan potente que se baste por sí misma para devolver las cosas a su necesario equilibrio. Esto juega a nivel de toda la cultura occidental, pero no me cabe duda de que, en esa alocada carrera hacia la auto-destrucción, los españoles vamos a la vanguardia de Europa. Es como si todo el mundo se hubiera vuelto loco aquí, porque ese Baile de San Vito en el que nos movemos va incrementando su ritmo a una velocidad vertiginosa y nadie se ha propuesto pararlo. Literalmente, estamos tirando la casa por la ventana y sin valores o elementos compartidos cualquier sociedad tiene sus días contados.



Descendiendo a lo particular, me parece necesario señalar que a la muerte de Franco, la nación española formaba un ente unitario (que no uniforme) de suficiente consistencia para mantenerse y resolver los retos que pudieran presentársele en su nueva aventura en libertad. Buena prueba de ello es que en las primeras elecciones democráticas ganó UCD, un partido continuista con el pasado hasta el extremo de que el Presidente Adolfo Suárez había sido Ministro Secretario General del Movimiento en el Régimen anterior. UCD implosionó desde dentro y se desintegró, tomando el relevo el otro gran partido nacional, el PSOE, hasta que surgió el Partido Popular. Fueron ucedeos y socialistas los que, aunando sus fuerzas, hicieron posible la Constitución de 1978. Y aquí está el germen destructivo del proceso dinámico que entonces se desencadenó: no poner un límite claro y preciso al proceso de descentralización que cristalizó en el llamado Estado de las Autonomías.


Me parece una realidad evidente, que este proceso de descentralización se convirtió muy pronto en un proceso de desintegración, ya que las minorías nacionalistas obtuvieron una parcela de representación y de poder muy superior al que por su cuantía numérica les hubiera correspondido, poder que utilizaron y siguen empleando para desarrollar políticas insolidarias y hasta belicistas con el resto del conjunto nacional. La peor manifestación de este movimiento centrífugo y uniformemente acelerado fue permitir la coexistencia de particularidades educativas que no buscaron otra cosas que afirmar personalidades nacionalistas basadas en los particularismos étnicos, históricos, geográficos y culturales, con muy especial vocación para romper la natural unidad lingüística nacional, basada en los muchos siglos de utilización del castellano como lengua común y vertebradora de la gran nación española. La clase política en su conjunto prefirió soslayar este problema y apostar por su propio y privilegiado mantenimiento de casta dominante, usufructuaria de un poder llamado pomposamente “democrático”, pero que había dejado de serlo desde el mismo momento en que se dedicó a crear más desigualdad y desorden que a fortalecer las estructuras comunes y a resolver los problemas reales de unos súbditos a los que se les llama “ciudadanos” por el mero hecho de votar a cada cuatro años entre galgos y podencos, al fin y al cabo, perros de muy parecida naturaleza y actitud: ocupar la totalidad del poder. Y en esas estamos.


En su “España invertebrada”, escrita en 1921, Ortega explica con manifiesta claridad que un fenómeno característico de la política española es, desde comienzos de siglo pasado, el de los regionalismos, los nacionalismos, los separatismos y, en general, los movimientos de secesión étnica o territorial. Textualmente escribe: “Hablar ahora de regiones, de pueblos diferentes, de Cataluña, de Euzkadi, es cortar con un cuchillo una masa homogénea y tajar cuerpos distintos en lo que era un compacto volumen”. Hoy, en 2012, en España no hay un plan de desvertebración nacional sino varios. Al explícito del nacionalismo oficial de BNG, CiU, PNV y EA, se han sumado el programa “soberanista” e “independentista” de ERC y los proyectos federalistas y reformadores de los diversas oligarquías socialistas que funcionan en España repartidas en “baronías”. Dicen que no son ni representan lo mismo, y que no hay que confundirlos entre sí, lo cual no deja de ser una postura lógica en quienes hacen de la identidad y la diferencia la causa política más evidente y manifiesta. Pero la demagogia de ruptura constitucional que rige a catalanes y vascos muestra bien a las claras que el mayor problema nacional no está tanto en los partidos independentistas, sino en que los socialistas se han pasado con armas y bagajes a defender esa reliquia bárbara y sangrienta de la Historia que es el irredentismo nacionalista.

De Andalucía solo cabe decir que si aquí no existe exclusión hacia nuestra lengua común es porque el árabe es una lengua de muy difícil aprendizaje y sirve para bien poca cosa, pero no por falta de voluntad de la Junta de Andalucía, que hizo planes para promocionarlo como segunda lengua, un disparate que se desechó por su inviabilidad económica.


En su defecto se ha promocionado el paletismo casposo basado en que "los andaluces semos asín" y el sexismo lingüístico, lo que viene a reconocer que la indigencia cultural y ágrafa es el mejor medio para mantener en el poder a la clase política más ferozmente inculta y rapaz de toda Europa. El rupturismo constitucional viene representado aquí por la defensa a ultranza de un sistema económico subvencionado y permanentemente deficitario, que nos enfrenta a la Unión Europea y, lo que es peor, a la simple racionalidad de la ciencia económica. Para comprobarlo no hace falta más que sintonizar media hora "Canal Sur" cualquier día de la semana y a cualquier hora. La Andalucía de Griñán es un vasto territorio donde rigen la voluntad de ocultación y una ley del silencio muy parecida a la famosa "omertá" siciliana, elementos que, conjugados y mutuamente reforzados, convierten el polo andaluz en nuestra Grecia particular. Cuando su contabilidad real aflore, entraremos en la fase más peligrosa de nuestra crisis. Como para el PSOE la corrupción es una maniobra perversa del PP, los políticos de la Junta tratarán de seguir tapando, con la complicidad de IU según parece, un abismal foco de pestilencia que puede acabar con sus dirigentes en la cárcel. Por eso es hora de que el Gobierno de la nación afronte la verdad y la reconozca ante Europa. Y de evitar, en el caso de que todavía se pueda, que el agujero negro andaluz nos conduzca al abismo griego.


                                                               ¡Pobre Andalucía!

Tanto cuando gobiernan como cuando están en la oposición, cada día se percibe con más claridad que los socialistas han renunciado a vertebrar un Estado nacional desde la igualdad de derechos de todos los ciudadanos que viven en el territorio nacional. Su vieja cantinela de la “España plural” significa el salto a una España más confederal que federal, pero no en términos posibilistas o a largo plazo, sino desde un plan ya activado y progresivamente acelerado. Y aun más: lo dan por hecho. Su arrogancia y su chulería les delatan. Si tienen que negociar algo, será con los nacionalistas, “soberanistas” e “independentistas”, también con sus “barones” en sus propios territorios, y sólo para definir plazos y cuotas de poder. Pero con el PP no hay ni habrá nada de que hablar, porque con el PP no han contado nunca (ni tampoco con sus más de diez millones de votantes convertidos en entes fantasmagóricos), deslegitimándolo de la práctica política con calificativos despreciables en cuyo uso propagandístico son tan maestros como Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda de Hitler.




¿Se han vuelto locos estos dirigentes socialistas aupados al poder por obra y gracia de Zapatero? ¿Es que no saben lo que hacen? Claro que sí, lo saben perfectamente. Para ellos ya no se trata de construir España como nación, sino apoderarse de las “Españas” dispersas en los feudos territoriales, esos reinos de taifas que usurpan la geografía peninsular. Su estrategia de la araña se ha cifrado más en las vías indirectas que en las directas, en controlar (como sea y con quien sea) las Autonomías, para desde ellas vaciar de contenido el poder del Estado central, aunque eso suponga la disolución de España como referente de nación o sociedad vertebrada dentro de la Unión Europea.

El “plan plural” consiste en presentarse como solución a un problema que la clase política ha generado para su propio y exclusivo beneficio. El Plan Ibarreche se ofreció en su momento como solución a ETA y a su “violencia”. El Plan Rovira-Maragall-Montilla, como solución al inexistente clamor popular de más autogobierno y más catalanismo. El Plan Zapatero, en fin, como solución al PP y a su aislamiento, a la derechización, a la crispación, a los buenos deseos de paz, al inmovilismo episcopal, al extremismo de una derecha que ni siquiera existe en España, porque mueve a la risa llamar extremista a Rajoy, un pactista por naturaleza con todo lo habido y por haber. ¿De qué se duele España? ¿Quién se queja? ¿Quiénes se proponen como sus salvadores? Los mismos que la hieren y ofenden. Sí, pero, ¿quiénes son? Ortega los señaló con rotundidad ya en el año 1921: “Unos cuantos hombres, movidos por codicias económicas, por soberbias personales, por envidias más o menos privadas, van ejecutando deliberadamente esta faena de despedazamiento nacional, que sin ellos y su caprichosa labor no existiría”.






Que uno de los resultados de este proceso centrífugo que dura ya cerca de cuarenta años sea esa “devotio ibérica” por la que los votantes cierran filas alrededor de los líderes que están al frente de sus respectivos grupos tribales es algo evidente desde toda lógica, desde cualquier razonamiento. El Partido Socialista se ha convertido ya parte integral del nacionalismo mismo, escandalosamente refrendado por las urnas, y el Popular forma, a estas alturas del drama, parte del problema: sin su política de concesiones y pactos con los nacionalistas la situación política no se hubiera desquiciado de la forma en que lo ha hecho. Por activa y por pasiva es una lástima que los populares hayan contribuido a crear la ilusión mentirosa de que puede haber nacionalismos buenos o moderados, sin querer darse cuenta que, como ha escrito Vargas Llosa, “el nacionalismo es siempre una ideología de raíces antidemocráticas y antimodernas porque rechaza una de las grandes conquistas de la libertad, que es la creación del individuo soberano, al convertir al individuo nada más que en la expresión de un colectivo supeditado a la raza, a la religión o, en este caso, a la nación, erigida en valor supremo de la vida política”.

La crisis económica que nos asola ha puesto de relieve una de las características principales de este estado de cosas: la inviabilidad económica del sistema político existente. La numerosísima casta política no ha hecho más que multiplicarse, consolidando ganancias (lícitas e ilícitas) y situaciones de privilegio que están arruinándonos a todos los españoles. Salta a la vista que ya nos falta tiempo para enderezar la deriva nacional: la crisis económica no juega a favor de ninguna clase de tregua o sosiego, sino todo lo contrario. ¿No es esto ya, de hecho, una traza de una España definitivamente invertebrada? “Son las cosas a veces de tal condición, que juzgarlas con sesgo optimista equivale a no haberse enterado de ellas”, remachaba Ortega.

A estas alturas en las que estamos, el llamado Estado de las Autonomías se ha revelado políticamente nefasto y, lo que es más que evidente, insostenible económicamente. Así de sencillo es el asunto y quien no lo vea es porque está ciego o, de alguna manera, se beneficia del juego.




Hay que acabar con el gigantesco equívoco del artículo 2º. de la Constitución, por el que se impuso a la nación española que asumiera la existencia de nacionalidades y regiones, lo que, en la práctica, ha terminado convirtiendo a España en un Estado plurinacional que, encima, no reconoce de hecho la soberanía de la nación española. La redacción de dicho artículo se ha convertido en “un semillero de problemas” como advirtió muy sensatamente el senador constituyente Julián Marías cuando se discutía el texto constitucional. Treinta y cinco años después hay que proclamar y reconocer que el insigne filósofo tenía razón cuando dijo gravemente: “Anuncio desde este momento que se crearán graves problemas si se acepta el término nacionalidades, con ventaja para nadie”.

Según lo que yo veo en la mayor parte de las personas con las que convivo, existe un inmenso hastío por los enfrentamientos permanentes y el descontrol presupuestario que las Autonomías han generado. Más todavía, estoy convencido de que si estas desaparecieran de un plumazo, la mayorías de los españoles respiraríamos aliviados, incluyendo las bases de los dos grandes partidos mayoritarios. Pero la casta política que detenta el poder real no está dispuesta a podar esa enredadera venenosa que nos está conduciendo al desastre y de la que se nutren opíparamente.

                 

Corría la década de los ochenta cuando Antoni Jutglar, mi profesor de Historia Contemporánea y gran especialista en Pí y Margall, me confesó que el Gobierno de la Generalitat le hacía sentirse exiliado en Barcelona, razón por lo que decidió venirse a la Universidad de Málaga. Sabiendo su más que reconocida catalanidad, le pregunté asombrado que cómo era eso, que me lo explicara. Su respuesta fue tan diáfana que todavía la recuerdo: "Siento horror por los excesos del poder político catalán. Por eso prefiero que esté lo más lejos posible, y para nosotros los catalanes, mejor en Madrid que en Barcelona".

Hoy a mi me pasa exactamente lo mismo con la omnipresencia mefítica de la Junta de Andalucía y su tela de araña clientelar: ¡Con qué gusto exportaría toda nuestra ralea política a Madrid, a las Asturias de Oviedo o a la Gran Puñeta! Y es que, para cualquiera que ame la libertad, la peor tiranía será siempre la que tenga más cerca, la más próxima. Acaso porque sea muy certero nuestro refranero cuando dice que "quien mucho abarca, poco aprieta". Por eso, a quien en Andalucía quisiera estar más cerca del poder político lo metería de cabeza en el Ave y que se fuera a Madrid. Por lo menos...


En cualquier caso, lo que sí puedo asegurar es que no cabe en mi cabeza que si viviese en un estado jacobinamente centralista como Francia, sintiera mis derechos constitucionales tan pisoteados como físicamente los percibo en esta nación de naciones   ̶Zapatero dixit— de los diecisiete reinos de taifas en la que los politicastros de la Transición han dividido nuestro más que saqueado solar hispánico.



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